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Vivir con el derecho a morir

No hay nada mejor para animar un martes monótono que hacer una pequeña reflexión sobre la muerte. No es un chiste de humor negro ni un sarcasmo, es algo que de verdad me sube la moral cada mañana en el autobús abarrotado de gente hasta límites que van contra la física.

Empecé a pensar sobre ello precisamente en el bus cuando me hallaba hipnotizada delante de la pantalla del móvil viendo noticias a través Facebook. Soy de esas modernas que prefieren leer titulares de medios digitales antes que tragarme un tostón de telediario manipulado y con noticias de gatitos de Youtube. Una de las noticias en las que me fijé con más interés fue una sobre la eutanasia en España y como ésta entraba todavía dentro del Código Penal como Auxilio al suicidio con unos seis años mínimos de cárcel. Hay asociaciones que luchan por tener el derecho a morir con dignidad y sin dolor y médicos a título individual que se juegan el puesto pese al tabú del suicidio y los márgenes de la ley, en la que algunas comunidades dejan resquicios para el derecho de un paciente a no recibir la medicación que lo mantiene con vida si no lo desea.

¿Por qué hay un silencio en la comunidad médica y más en la calle cuando se habla del derecho a morir? Por mucho que se considere Mar Adentro una película conmovedora, pocos quieren discutir a fondo qué hace que sea tan delicada la decisión de una persona de no seguir viviendo. Lo que no nos cuestionamos cuando sacrificamos a una mascota llena de dolores lo dudamos con un humano consciente que toma una decisión libre. Un cristiano tradicional convencido tiene claro que hay que vivir para sufrir en este mundo para ser digno de ir al cielo, tiene que amenazar con el infierno para que millones de cristianos no se lancen desesperados al suicidio para coger sitio en ese paraíso prometido. La cultura que más insiste en que hay que vivir a toda costa es la que peor imagen tiene de este mundo y más culpa te atribuye por el hecho de haber nacido.

Hoy en día los bien-pensantes modernos también tenemos pavor a la muerte y a la posibilidad de que alguien la quiera. Hemos convertido la muerte en una fantasía del telediario y del cine, algo que tiene arreglo cuando gritan «Corten», una mezcla de latex y zumo de tomate. Pasamos por la vida sin emociones, sin aspiraciones, sin grandes sufrimientos, sólo comprando cosas para estar más cómodos y cuando alguien nos recuerda que hay enfermedades que la ciencia no puede curar o dilemas que un coach no puede solventar, perdemos la fe en la imagen del mundo feliz que nos han inculcado. La experiencia del niño que ve morir a su abuela se puede llegar a retrasar hasta los treinta años, pero conservando la reacción de ese niño que quiere creer en el «para siempre». Incluso los medios silencian las noticias de suicidio con la excusa del «contagio», como si latiera un instinto moderno de poner fin a la farsa del mundo feliz. Se pueden ver optimistas crónicos que intentan convencer a enfermos terminales y paralíticos de que, el día menos pensado, volverán a tener salud, ya sea en el futuro de la medicina o regresando a la homeopatía. «Aún con todo, la vida es bella», es el mantra que utilizan otros para evitar escuchar y ver como alguien puede dar gracias por morir.

Madurar es comprender que los demás son libres, que un pájaro tiene que volar y que no se puede forzar a alguien a quedarse. Aunque nos sintamos mejor abandonando los cadáveres en vida en un recinto tapado, no les hacemos un favor. Vive y deja morir, no recuerdo de quién era esa frase, pero me gusta su significado. Si creemos en el cielo, dejemos de retener un alma atormentada en un cuerpo sufriente en la tierra. Si creemos en la libertad, dejemos que decidan sobre su vida de manera serena, informada y racional. Si creemos en el amor, dejaremos a nuestros seres queridos descansar cuando su vida sea un tormento o ya no quede nada de ellos excepto un pulso vegetal.

No digo que haya que matar a todos los enfermos por sistema ni que todos tengan que arrojarse por un balcón cuando ya no les guste vivir, pero no hay mayor muestra de respeto por la vida humana que dejarla apagarse cuando ya no puede brillar más. Sin dignidad, respetaremos la vida animal y vegetal, pero no la plenitud de la vida humana.


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